En el marco del Seminario Internacional Online del Movimiento Político por la Unidad (MPPU) “Una política para la unidad y el cambio mundial: ideas, compromisos, contribuciones” que tuvo lugar los días 10 y 11 de diciembre de 2020, se desarrolló el diálogo “La propuesta del carisma de la unidad a la política. La unidad como fin y como método”. Los dos ponentes fueron Pasquale Ferrara (Italia) y Javier Baquero (Colombia).
A continuación, la intervención de Pasquale Ferrara.
Pasquale Ferrara, Italia
La pandemia ha dejado al descubierto las fracturas y la fragmentación de la política mundial. Como primer paso, debemos ser capaces de reconocer que las fracturas y fragmentaciones están a su vez conectadas con las contradicciones e inconsistencias del poder político (a todos los niveles, local, nacional, global).
En primer lugar, el poder tiene dificultades para articularse entre las dimensiones local y global. La paradoja es que la dimensión política se encoge y encierra, pero las cuestiones que se nos plantean son transnacionales por definición (es decir, van mucho más allá de las fronteras nacionales) y se vuelven difíciles de tratar y resolver. Ulrich Bech sostuvo que la política mundial se ha convertido en política interna mundial. Las consecuencias de esta nueva condición son profundas y deberían llevar a una reformulación de los fundamentos y procesos de la vida política a nivel local, nacional e internacional. Hoy en día, no basta con que la política internacional sea transnacional, es decir, que se desarrolle en gran medida a través de las fronteras de los Estados. Las finanzas y el crimen organizado también son transnacionales. Lo importante es el enfoque. Hay que hablar más bien de una política panhumana, es decir, de una política que, sin contentarse con ser simplemente humanitaria (que ya es mucho), implique a la humanidad como tal: pueblos, hombres y mujeres, personas concretas. Pensemos en los refugiados sirios que llegan a la estación de Milán: no los recibe el SG de la ONU, sino el concejal de Políticas Sociales del Ayuntamiento. Pensemos en el cambio climático: las catástrofes naturales afectan a territorios concretos, no a la tierra como entidad abstracta. Pero invirtamos el dicho de la globalización: actúa localmente, piensa globalmente, pero piensa localmente, actúa globalmente.
En segundo lugar, el poder no combina el bien común con los bienes comunes. Las concepciones del poder en la actualidad se dividen cada vez más entre la idea de que debe servir para garantizar el “bien común” (lo que es bueno para una sociedad desde puntos de vista ideológicos diferentes y a menudo opuestos) y la concepción del mismo como una herramienta para proporcionar los “bienes comunes” (lo que es correcto para una sociedad). (lo que es correcto para una sociedad) en términos muy concretos (por ejemplo, agua, seguridad alimentaria, equilibrio medioambiental). Por un lado, un enfoque normativo y, por otro, un enfoque pragmático. Pero esto es quizás una yuxtaposición artificial. Uno se pregunta si existe un punto de equilibrio en el ejercicio del poder en una realidad social cada vez más compleja. El poder podría asumir la función de señalar las prioridades de la sociedad hacia los excluidos y los nuevos pobres, de formar la agenda, de movilizar todos los recursos para responder a las necesidades, en lugar de pensar que puede resolver las cuestiones de forma directa y autónoma.
La seguridad internacional (entendida en el sentido militar, incluso cuando se trata de la defensa) no puede estar en contradicción con la seguridad humana. Debemos “desarmar” la idea de seguridad. Pensemos, por ejemplo, en la seguridad alimentaria: poder dar comida a todo el mundo. O la seguridad sanitaria. O la seguridad de poder trabajar y vivir honestamente. Permitir que cada uno imagine su futuro y planifique su vida más allá de la mera supervivencia. La pandemia ha dejado claro que la política, especialmente la internacional, es siempre, en última instancia, biopolítica, porque puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad. Por lo tanto, junto al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (que debe ser profundamente reformado en un sentido “continental”, como se verá más adelante), deberíamos imaginar un Consejo de Seguridad Humano: podríamos decir, con un eslogan, de la guerra al bienestar. Un Consejo formado no por los Estados, sino por los grandes organismos internacionales que se ocupan concretamente de la vida de las personas, como la FAO, UNICEF, el PMA, la OMS, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la Organización Mundial de las Migraciones, la Organización Internacional del Trabajo, etc. Imagínese el papel que habría desempeñado este organismo en la pandemia. Si queremos ampliar el horizonte, tenemos que admitir que la política se enfrenta a un cambio de paradigma de tipo planetario. La política ya no se refiere sólo a la humanidad, sino a la humanidad en estrecha relación con el planeta Tierra. Preservar la calidad e integridad del medio ambiente no es un ejercicio ecológico, es una cuestión política y ética, se trata de respetar el planeta y respetar a los hombres y mujeres del futuro. Preservar los océanos y los bosques, estos dos ecosistemas esenciales para la vida en la Tierra en su conjunto, es también una forma concreta de amar la patria de los demás y la nuestra: ¡este planeta es nuestra patria compartida!
A nivel pragmático, la idea de justicia planetaria (que no sólo se refiere al cambio climático, sino también a la preservación de la biodiversidad, así como de todos los demás recursos naturales) sigue luchando por abrirse paso. Ante las proporciones planetarias de los dramáticos acontecimientos medioambientales y los daños irreversibles causados no sólo al mundo como tal, sino también a los diferentes mundos comunes que contiene, algunos estudiosos han sugerido la posibilidad de “crímenes contra la biodiversidad” y “ecocidio”.
Lo que la pandemia nos ha enseñado es que hay que explorar a fondo el potencial positivo de una interconexión cada vez más estrecha entre las cuestiones del cambio climático, la seguridad energética (en términos de sostenibilidad, eficiencia y ahorro) y las emergencias sanitarias. Una economía circular requiere necesariamente una política circular, es decir, una política de amplia representación y una política capaz de integrar la sostenibilidad en todos los niveles y en todas sus opciones.
La nueva condición del mundo nos obliga, por ejemplo, a repensar la propia idea de democracia, que debe incluir formas de responsabilidad y representación también hacia los componentes no humanos del planeta (animales, plantas), ya que también forman parte de un complejo socio-natural en el que el ser humano está inmerso no en una posición hegemónica sino de responsabilidad y cuidado.
Uno podría estar tentado de alimentar un enésimo proyecto de utopía planetaria. Necesitamos concreción. Hay un poderoso verso de la poeta polaca Wisława Szymborska: “Prefiero a quien ama a la gente, que a quien ama a la humanidad”. Lo que se necesita es una atención hic et nunc a las personas físicas, presentes, vivas y necesarias, no un impulso abstracto hacia la humanidad como entidad categórica.
Incluso eminentes politólogos hablan ahora de la necesidad de una “microfundamentación” de la política internacional, en el sentido de que incluso esta dimensión, que podría parecer fuera del alcance de nuestra existencia cotidiana, necesita un análisis que reconstruya las elecciones, las acciones y las interacciones de las personas implicadas. El secreto de la universalidad vive en la proximidad, “porque en ella se experimenta la calidad de la convivencia fraterna, captando la única medida auténtica para las relaciones interhumanas en todos los niveles, hasta el de la globalidad”.
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